En su célebre ensayo «Odio a los indiferentes», Antonio Gramsci, el pensador marxista italiano, expresó con una contundencia sin igual su desprecio por aquellos que eligen no tomar partido en las cuestiones fundamentales que moldean la vida de una sociedad. Para Gramsci, la indiferencia no es una mera posición neutral, sino un acto de complicidad con la opresión y la injusticia. La indiferencia, en su visión, es un veneno que corroe el tejido social y permite que las fuerzas del status quo perpetúen la explotación y el sufrimiento.
Gramsci escribió: «Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive no puede dejar de ser ciudadano y partidario. La indiferencia es abulia, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes». Este fragmento resuena con una verdad implacable en el contexto de la Argentina contemporánea, donde la indiferencia política de algunos sectores se convierte en un obstáculo para la transformación y la justicia social.
La Argentina de hoy enfrenta desafíos monumentales: una economía ultra liberal que beneficia a los poderosos de siempre, una desigualdad creciente, y una crisis de representación política que amenaza con deslegitimar el sistema democrático mismo. En este contexto, la indiferencia no es solo una opción peligrosa, sino un lujo que la sociedad argentina no puede permitirse. Cuando una parte significativa de la población elige no involucrarse, se deja el campo libre para que las mismas élites corruptas y los intereses corporativos continúen dictando el destino de millones de argentinos.
El odio de Gramsci hacia los indiferentes se basa en la convicción de que cada acto de omisión es, en sí mismo, un acto de apoyo al orden establecido. En su tiempo, Gramsci vio cómo la indiferencia facilitaba la ascensión del fascismo en Italia, permitiendo que una minoría activa y organizada tomara el control mientras la mayoría observaba pasivamente. Hoy, en la Argentina, la indiferencia política puede tener consecuencias igualmente nefastas, permitiendo que políticas regresivas, represivas y neoliberales se instauren y consoliden sin resistencia significativa.
En lugar de quedarnos como meros espectadores de nuestra propia realidad, debemos tomar las riendas del destino colectivo. La participación activa en la política no se limita a votar cada cierto tiempo; implica también el compromiso diario con los problemas de nuestra comunidad, la organización en movimientos sociales, y la lucha constante por un país más justo y equitativo. Como Gramsci le enseñó a la humanidad que, «Vivir quiere decir ser partidario». No podemos permitir que la abulia y el parasitismo definan nuestra existencia; debemos ser actores conscientes y comprometidos en la gran obra de la transformación social.
La Argentina necesita, más que nunca, ciudadanos que rechacen la indiferencia y abracen la participación activa. Necesitamos voces que desafíen las narrativas hegemónicas, que cuestionen las decisiones injustas y que propongan alternativas viables y solidarias. En la memoria de Gramsci, debemos reconocer que nuestro silencio no es neutral, y que cada momento de indiferencia es una oportunidad perdida para construir el país que soñamos.
En última instancia, odiar la indiferencia es amar profundamente la posibilidad de un futuro mejor. Es creer en la capacidad de los seres humanos para cambiar su destino y transformar las estructuras de poder que los oprimen. En tiempos de crisis, la indiferencia es el peor enemigo de la democracia. Como ciudadanos de este país y pertenecientes al campo popular, tenemos la responsabilidad de alzar nuestras voces, de tomar partido y de luchar incansablemente por una Argentina más justa, inclusiva y democrática. Gramsci nos invita a dejar atrás la pasividad y a convertirnos en los protagonistas de nuestra propia historia. Que su legado nos inspire a actuar, a resistir y a construir un mañana en el que la indiferencia no tenga cabida.